La Biblioteca y la Revolución
Leandro Querido
Hace cien años, el 4 de febrero de 1905 se terminaban de manera abrupta las plácidas vacaciones liberales. Una turba radical intentó terminar no solo con un gobierno sino con todo el régimen conservador. El diario La Nación reflejó el estupor que causó en los porteños que ya por esa fecha veraneaban en las playas del Uruguay disfrutando de los beneficios que le aportaba un modelo agroexportador definitivamente consolidado.
Al otro día la ciudad seguía convulsionada; en el interior lo mismo ocurría. De allí provenía el último grito desesperado de la montonera, con todo el drama que encierra la certeza de saber que uno se extingue, que el nosotros desaparece, que los otros triunfan. El paisanaje resistía al “liberalismo individualista y volteriano implantado en la República por los triunfadores de Pavón”, contra la “civilización laica que envenena, tiraniza y degrada a las masas populares”. De donde podría provenir este grito sino de las “aldeas en ruinas, símbolos dolorosos de una política de exterminio”.
Ese mismo día en la ciudad los revolucionarios tomaban la vieja sede de la Biblioteca Nacional. Pero ¿por qué la Biblioteca y no por ejemplo la Casa de Gobierno, el Ministerio de Economía o el Arsenal de Guerra? Nadie ha dado una respuesta a ello. Ahora bien, si avanzamos hacia una comprensión más amplia, si superamos la barrera de lo político, nos encontramos con que en realidad se trató de un enfrentamiento dado sobre todo en el plano cultural. Los liberales no podían coexistir junto a la “barbarie” radical y viceversa. El yrigoyenismo reabría, entonces, el conflicto civilizatorio. Así entendido, la Biblioteca no era por lo tanto un lugar cualquiera. Era el lugar en donde todo el “régimen” se reproducía; era la sala de máquinas. De allí surgía la idea de progreso; era la sede de la embajada de la cultura occidental en nuestro país, en cuyo nombre todo debía redimirse. El grito desesperado de la tradición retumbaba de modo dramático en el interior del solemne edificio, en donde también funcionaba la sede de la Revista Caras y Caretas. Por algunas escasas horas el éxtasis revolucionario descargaba toda su ira revanchística contra la asfixiante dominación ideológica liberal.
Luego de la expulsión de los “revoltosos” y sofocada la revolución, la venganza oficial no se hizo esperar. El director de la Biblioteca Nacional realizaba una “denuncia de robo” que funciona como negador del aspecto político y cultural del movimiento. Al igual que el presidente Quintana y el diario La Nación “criminalizaba la protesta” de los sectores populares. La prensa gráfica comentó, el 6 de febrero, que “Don Pablo [Paul] Groussac (...) ha manifestado a la Comisaría 2º que el grupo revolucionario que penetró a aquel establecimiento (...) le llevó además del reloj de oro, valuado en 360 pesos, $ 600 en efectivo. Agrega que su sirvienta, Encarnación García perdió $ 25 y algunas ropas que le sirvieron de disfraz a varios fugitivos”. Este episodio funciona como el lugar en donde se condensa simbólicamente la distancia insalvable entre la cultura popular y la “elite ilustrada”. En definitiva representa toda la lucha entre el radicalismo y el “régimen”. Toda la ostentación oficial por un lado frente a todo el resentimiento de clase que asumía formas de vandalismo social por el otro. Este boato y prototípico funcionario público de a época no tenía empleados, sino “sirvientes”. La Biblioteca, como apócope de Estado, era considerada como una prolongación del espacio doméstico. La revolución, entonces, aparecía como una ocupación indebida de una propiedad privada.
Luego de la represión oficial la calma veraniega se reestablece y esto se deja percibir en los diarios que retoman los temas de real importancia para sus lectores: por ejemplo la problemática acerca del papel que deberían desempeñar los “goals-keepers”. Debatían, nuevamente, acerca de si el arquero de la liga inglesa del Sur, W. Harris, era mejor que su par H Collins. Sus retratos se exponían para el reconocimiento de los lectores amantes del deporte sajón.
Mientras tanto Hipólito Yrigoyen, con su voz atiplada, continuaba convenciendo a quien lo escuchara acerca de la necesidad de darle el último golpe de gracia al moribundo orden conservador.
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