Son muchos los elementos que a los largo de la historia han construido nuestra identidad radical. Entre ellos no podemos dejar de mencionar la épica resistencia social de los radicales de fines del siglo XIX y principios del siglo XX que se oponían a la consolidación de un Estado nacional que marginaba y reprimía a los sectores populares, que los excluía del orden político y por extensión los excluía del orden social, del cultural y del económico. Esta lucha llevada adelante en sus orígenes por el fundador del radicalismo Leandro Alem alcanzó su propósito al forzar una Reforma Electoral, que algunos conservadores la denominaron la “revolución del voto” y consagrar por esta vía los derechos políticos de las mayorías. Las consecuencias no tardarían en aparecer, en la primera elección a gobernador en la provincia de Santa Fe se impuso la UCR y en la primera elección presidencial con voto secreto y obligatorio triunfó Hipólito Yrigoyen. Desde este gobierno popular se desprendieron un sin fin de trascendentes medidas, podemos destacar entre ellas a la Reforma del 18 y la defensa de los recursos naturales estratégicos. Todas ellas contribuyeron a forjar una identidad radical de la cual todavía hoy nos enorgullecemos ya que han contribuido a consagrar una nación justa y solidaria.
Al calor de esas luchas se fueron sumando una importante cantidad de militantes. Uno de ellos fue Crisólogo Larralde, hijo de una trabajadora doméstica y de un obrero que vivían en un conventillo en Avellanada. Obrero él también, sufrió en carne propia la exclusión, la vulneración de sus derechos y por eso comprendió que era la UCR -el partido que defendía “la causa de los desposeídos”- el medio por el cual cambiar esa injusta realidad. Ya a los 13 años había aparecido en él un fuerte compromiso político con las causas populares y con el radicalismo.
En 1957 insistió tenazmente en consagrar el artículo 14bis, el artículo de la justicia social. Si bien el no era convencional y ante las cavilaciones de algunos convencionales de la UCR decidió seguir desde el propio reciento el tratamiento del artículo que hoy nos llena de orgullo:
ART.14bis.
“El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador: condiciones dignas y equitativas de labor; jornada limitada; descanso y vacaciones pagados; retribución justa; salario mínimo vital móvil; igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario; estabilidad del empleado público; organización sindical libre y democrática, reconocida por la simple inscripción en un registro especial.
Queda garantizado a los gremios concertar convenios colectivos de trabajo; recurrir a la conciliación y al arbitraje; el derecho de huelga. Los representantes gremiales gozarán de las garantías necesarias para el cumplimiento de su gestión sindical y las relacionadas con la estabilidad de su empleo.
El Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de integral e irrenunciable. En especial, la ley establecerá: el seguro obligatorio, que estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera y económica administradas por los interesados con participación del Estado, sin que pueda existir superposición de aportes; jubilaciones y pensiones móviles; la protección integral de la familia; la defensa del bien de familia; la compensación económica familiar y el acceso a una vivienda digna”.
El Artículo 14bis es parte de la lucha popular del radicalismo que entendía que el movimiento obrero no podía depender de un partido sino que debía ser autónomo; solo así se podrán defender los intereses de los trabajadores ante los eventuales gobierno y así evitar la distorsión actual en donde los sindicalistas representan los intereses del gobierno (o del partido) en el movimiento de los trabajadores.
El Artículo 14bis también nos sirve para desnudar las injusticias de la Argentina contemporánea. Cumplir con este artículo implica necesariamente contar con una sociedad estructurada, justa y equitativa. Hoy notamos que este artículo es uno de los que más se ignoran, que más se incumple y por lo tanto se viola. Cuando la tasa de pobreza supera el 40% y la tasa de indigencia llega al 15% concluimos que al artículo 14bis se lo vulnera. No puede haber cumplimiento de los derechos sociales cuando 15.619.280 de argentinos viven en situación de pobreza y 5.828.090 están en situación de indigencia.
En la actualidad tener trabajo no basta para alejarse de la pobreza. Los bajos salarios, la precarización y la flexibilización laboral, la inflación, la distancia que se agranda entre los pocos que tienen altos ingresos y los muchos que tienen misérrimos ingresos, el trabajo en negro, todo ello atenta con la posibilidad de construir una sociedad justa, una sociedad de ciudadanos una Argentina para todas y todos.
En realidad el problema no es la pobreza sino la riqueza, no debe soslayarse que la precaria situación del trabajo tiene que ver con su contraparte, con el poderío desenfrenado del capital. El debilitamiento de los Estados, la concentración de grandes capitales. No son pocos los estudios que concluyen que cincuenta de las más grandes trasnacionales perciben ingresos anuales superiores al producto bruto de las dos terceras partes de los países del mundo. En esta sintonía manifiestan que 358 supermillonarios perciben ingresos equivalentes a los de 2.300 millones de personas. Así puede comprenderse por qué hay más de mil millones de desempleados y subempleados en el mundo.
El Radicalismo de hoy debe recuperar la identidad que tanto orgullo nos ha dado y que motivó, en definitiva, el deseo de militar y trabajar en este centenario partido; hoy más que nunca debemos denunciar al capital concentrado mundial, a sus empresas transnacionales y a los gobiernos como el de los Kirchner que ampara y reproduce este modelo de hambre y de entrega. En el 50 aniversario de la sanción del artículo 14bis el radicalismo popular reafirma su compromiso por construir un proyecto popular en la Argentina.
Leandro Querido
La chusma radical es un espacio que pretende rescatar la esencia popular del radicalismo argentino. Así nos llamaron los conservadores, nosotros asumimos este calificativo con orgullo. El fundador de la UCR, Leandro N. Alem, marcó a fuego el destino de este movimiento cuando dijo; "la Unión Cívica Radical es la causa de los desposeidos".
lunes, 8 de octubre de 2007
sábado, 6 de octubre de 2007
La Biblioteca y la Revolución.
La Biblioteca y la Revolución
Leandro Querido
Hace cien años, el 4 de febrero de 1905 se terminaban de manera abrupta las plácidas vacaciones liberales. Una turba radical intentó terminar no solo con un gobierno sino con todo el régimen conservador. El diario La Nación reflejó el estupor que causó en los porteños que ya por esa fecha veraneaban en las playas del Uruguay disfrutando de los beneficios que le aportaba un modelo agroexportador definitivamente consolidado.
Al otro día la ciudad seguía convulsionada; en el interior lo mismo ocurría. De allí provenía el último grito desesperado de la montonera, con todo el drama que encierra la certeza de saber que uno se extingue, que el nosotros desaparece, que los otros triunfan. El paisanaje resistía al “liberalismo individualista y volteriano implantado en la República por los triunfadores de Pavón”, contra la “civilización laica que envenena, tiraniza y degrada a las masas populares”. De donde podría provenir este grito sino de las “aldeas en ruinas, símbolos dolorosos de una política de exterminio”.
Ese mismo día en la ciudad los revolucionarios tomaban la vieja sede de la Biblioteca Nacional. Pero ¿por qué la Biblioteca y no por ejemplo la Casa de Gobierno, el Ministerio de Economía o el Arsenal de Guerra? Nadie ha dado una respuesta a ello. Ahora bien, si avanzamos hacia una comprensión más amplia, si superamos la barrera de lo político, nos encontramos con que en realidad se trató de un enfrentamiento dado sobre todo en el plano cultural. Los liberales no podían coexistir junto a la “barbarie” radical y viceversa. El yrigoyenismo reabría, entonces, el conflicto civilizatorio. Así entendido, la Biblioteca no era por lo tanto un lugar cualquiera. Era el lugar en donde todo el “régimen” se reproducía; era la sala de máquinas. De allí surgía la idea de progreso; era la sede de la embajada de la cultura occidental en nuestro país, en cuyo nombre todo debía redimirse. El grito desesperado de la tradición retumbaba de modo dramático en el interior del solemne edificio, en donde también funcionaba la sede de la Revista Caras y Caretas. Por algunas escasas horas el éxtasis revolucionario descargaba toda su ira revanchística contra la asfixiante dominación ideológica liberal.
Luego de la expulsión de los “revoltosos” y sofocada la revolución, la venganza oficial no se hizo esperar. El director de la Biblioteca Nacional realizaba una “denuncia de robo” que funciona como negador del aspecto político y cultural del movimiento. Al igual que el presidente Quintana y el diario La Nación “criminalizaba la protesta” de los sectores populares. La prensa gráfica comentó, el 6 de febrero, que “Don Pablo [Paul] Groussac (...) ha manifestado a la Comisaría 2º que el grupo revolucionario que penetró a aquel establecimiento (...) le llevó además del reloj de oro, valuado en 360 pesos, $ 600 en efectivo. Agrega que su sirvienta, Encarnación García perdió $ 25 y algunas ropas que le sirvieron de disfraz a varios fugitivos”. Este episodio funciona como el lugar en donde se condensa simbólicamente la distancia insalvable entre la cultura popular y la “elite ilustrada”. En definitiva representa toda la lucha entre el radicalismo y el “régimen”. Toda la ostentación oficial por un lado frente a todo el resentimiento de clase que asumía formas de vandalismo social por el otro. Este boato y prototípico funcionario público de a época no tenía empleados, sino “sirvientes”. La Biblioteca, como apócope de Estado, era considerada como una prolongación del espacio doméstico. La revolución, entonces, aparecía como una ocupación indebida de una propiedad privada.
Luego de la represión oficial la calma veraniega se reestablece y esto se deja percibir en los diarios que retoman los temas de real importancia para sus lectores: por ejemplo la problemática acerca del papel que deberían desempeñar los “goals-keepers”. Debatían, nuevamente, acerca de si el arquero de la liga inglesa del Sur, W. Harris, era mejor que su par H Collins. Sus retratos se exponían para el reconocimiento de los lectores amantes del deporte sajón.
Mientras tanto Hipólito Yrigoyen, con su voz atiplada, continuaba convenciendo a quien lo escuchara acerca de la necesidad de darle el último golpe de gracia al moribundo orden conservador.
Leandro Querido
Hace cien años, el 4 de febrero de 1905 se terminaban de manera abrupta las plácidas vacaciones liberales. Una turba radical intentó terminar no solo con un gobierno sino con todo el régimen conservador. El diario La Nación reflejó el estupor que causó en los porteños que ya por esa fecha veraneaban en las playas del Uruguay disfrutando de los beneficios que le aportaba un modelo agroexportador definitivamente consolidado.
Al otro día la ciudad seguía convulsionada; en el interior lo mismo ocurría. De allí provenía el último grito desesperado de la montonera, con todo el drama que encierra la certeza de saber que uno se extingue, que el nosotros desaparece, que los otros triunfan. El paisanaje resistía al “liberalismo individualista y volteriano implantado en la República por los triunfadores de Pavón”, contra la “civilización laica que envenena, tiraniza y degrada a las masas populares”. De donde podría provenir este grito sino de las “aldeas en ruinas, símbolos dolorosos de una política de exterminio”.
Ese mismo día en la ciudad los revolucionarios tomaban la vieja sede de la Biblioteca Nacional. Pero ¿por qué la Biblioteca y no por ejemplo la Casa de Gobierno, el Ministerio de Economía o el Arsenal de Guerra? Nadie ha dado una respuesta a ello. Ahora bien, si avanzamos hacia una comprensión más amplia, si superamos la barrera de lo político, nos encontramos con que en realidad se trató de un enfrentamiento dado sobre todo en el plano cultural. Los liberales no podían coexistir junto a la “barbarie” radical y viceversa. El yrigoyenismo reabría, entonces, el conflicto civilizatorio. Así entendido, la Biblioteca no era por lo tanto un lugar cualquiera. Era el lugar en donde todo el “régimen” se reproducía; era la sala de máquinas. De allí surgía la idea de progreso; era la sede de la embajada de la cultura occidental en nuestro país, en cuyo nombre todo debía redimirse. El grito desesperado de la tradición retumbaba de modo dramático en el interior del solemne edificio, en donde también funcionaba la sede de la Revista Caras y Caretas. Por algunas escasas horas el éxtasis revolucionario descargaba toda su ira revanchística contra la asfixiante dominación ideológica liberal.
Luego de la expulsión de los “revoltosos” y sofocada la revolución, la venganza oficial no se hizo esperar. El director de la Biblioteca Nacional realizaba una “denuncia de robo” que funciona como negador del aspecto político y cultural del movimiento. Al igual que el presidente Quintana y el diario La Nación “criminalizaba la protesta” de los sectores populares. La prensa gráfica comentó, el 6 de febrero, que “Don Pablo [Paul] Groussac (...) ha manifestado a la Comisaría 2º que el grupo revolucionario que penetró a aquel establecimiento (...) le llevó además del reloj de oro, valuado en 360 pesos, $ 600 en efectivo. Agrega que su sirvienta, Encarnación García perdió $ 25 y algunas ropas que le sirvieron de disfraz a varios fugitivos”. Este episodio funciona como el lugar en donde se condensa simbólicamente la distancia insalvable entre la cultura popular y la “elite ilustrada”. En definitiva representa toda la lucha entre el radicalismo y el “régimen”. Toda la ostentación oficial por un lado frente a todo el resentimiento de clase que asumía formas de vandalismo social por el otro. Este boato y prototípico funcionario público de a época no tenía empleados, sino “sirvientes”. La Biblioteca, como apócope de Estado, era considerada como una prolongación del espacio doméstico. La revolución, entonces, aparecía como una ocupación indebida de una propiedad privada.
Luego de la represión oficial la calma veraniega se reestablece y esto se deja percibir en los diarios que retoman los temas de real importancia para sus lectores: por ejemplo la problemática acerca del papel que deberían desempeñar los “goals-keepers”. Debatían, nuevamente, acerca de si el arquero de la liga inglesa del Sur, W. Harris, era mejor que su par H Collins. Sus retratos se exponían para el reconocimiento de los lectores amantes del deporte sajón.
Mientras tanto Hipólito Yrigoyen, con su voz atiplada, continuaba convenciendo a quien lo escuchara acerca de la necesidad de darle el último golpe de gracia al moribundo orden conservador.
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